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Cosmología y astronomía en el origen de la filosofía

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Conversando con el cielo en la Academia de Platón

En una villa de Pompeya, hacia fines del siglo XIX, se descubrió un mosaico que nos abre una ventana a la Atenas de hace más de veinticinco siglos. La escena (Fig.de portada) muestra a un grupo de hombres reunidos, quizá discutiendo, quizá simplemente mirando. Los curadores dicen que representa a la Academia de Platón. Y aunque no podemos saberlo con certeza, hay algo en la escena que trasciende la conjetura: entre los sabios, en el centro, una esfera celeste capta la atención de los presentes. Tras de ellos, sobre una columna un reloj solar, como el skaphe griego que se encuentra en el Templo de Apolo en la misma Pompeya. También aparece otro instrumento, desconocido para nosotros, pero que lo más probable es que haya tenido una funcionalidad complementaria a la de los otros. 

La imagen nos sugiere algo que la historia a veces olvida: que pensar, para los antiguos, era también observar el cielo. La filosofía no ocurría en aislamiento, sino en armonía con las órbitas, en contacto directo con lo que los antiguos llamaban cosmos. Filosofar sobre la verdad era seguir el ritmo del Sol. Y eso no era símbolo abstracto, sino también un acto concreto, incluso práctico.  

Cosmología y filosofía Eudoxo de Cnido. Representación artística.
Eudoxo de Cnido. Representación artística.

Diógenes Laercio, un escritor griego del siglo III, nos dejó una anécdota luminosa. Cuenta que el filósofo Jenócrates quiso entrar a la Academia sin saber música, geometría ni astronomía. Platón lo detuvo y le dijo: “Vete, pues no tienes los asideros de la filosofía”. Allí, para pensar, no bastaba el deseo. Había que dominar el número, comprender la armonía y conocer los caminos del cielo.

Y no era una exageración. De hecho, en esa misma escuela aprendió y enseñó Eudoxo de Cnido, uno de los primeros especialistas en astronomía y matemática, famoso por ser el autor del modelo cósmico de las esferas homocéntricas, una verdadera obra de relojería, a la cual recurrirán todos los astrónomos posteriores para elaborar sus propias maquetas cósmicas. Pero esta historia, la de los modelos celestes, puede esperar. Antes, debemos retroceder bastante más: a un tiempo anterior a la fundación misma de la Academia.

Porque ni Platón ni sus discípulos iniciaron esta relación entre pensamiento y estrellas. Ya antes, mucho antes, Tales de Mileto había levantado la vista al cielo. Dedicado en buena parte a la navegación y el comercio, también predijo eclipses, midió sombras y trazó rutas marítimas. Cicerón, gran historiador romano, lo menciona como el primero en construir una esfera celeste. Y aunque los filósofos lo celebren como su ‘padre fundador’, su vínculo con las estrellas parece haber sido más fuerte que con la filosofía especulativa. Aunque ambas cosas, en aquel tiempo, eran dos caras de una misma moneda.

Cosmología y filosofía La escuela de Atenas, 1509-1511, Rafael, pintura al fresco, Museos Vaticanos (Palacio Apostólico), Bandera de Ciudad del Vaticano Ciudad del Vaticano
La escuela de Atenas, 1509-1511, Rafael, pintura al fresco, Museos Vaticanos (Palacio Apostólico), Ciudad del Vaticano.

Entonces, Platón fue heredero de esa mirada y la expandió entre los suyos. Pero hubo alguien que no perteneció a su escuela pero que quizás influyó en ella. Que, con un poema, hizo una declaración más radical, que no solo pensó el universo: lo modeló en palabras y lógica. Alguien que vio en la forma del cosmos una verdad. A ese viajero del pensamiento nos dirigimos ahora: Parménides de Elea. (Personaje destacado en “La escuela de Atenas”, en primer plano)

Un poema en códigos celestes

En el siglo V a. C., en la ciudad de Elea, colonia fundada al sur de la actual Italia por migrantes provenientes las tierras de Tales, surgió una figura que marcaría un punto de inflexión en la historia del pensamiento: Parménides. Considerado uno de los padres de la filosofía occidental, su influencia se extiende desde Platón hasta toda la tradición racionalista posterior. Su único texto conservado, un poema, escrito en estilo homérico. titulado Sobre la naturaleza, que ha sido objeto de múltiples interpretaciones. En él, Parménides expone su doctrina del Ser —lo que es, lo eterno, lo inmutable— en contraste con las apariencias cambiantes del mundo sensible.

Sin embargo, el poema no comienza con una tesis, sino con un relato simbólico: un viaje celeste que inaugura la travesía hacia la verdad. Este pasaje inicial, conocido como el proemio, ha sido durante siglos relegado a un segundo plano de relevancia. En este ensayo releeremos ese proemio, destacando sus elementos astronómicos y cosmológicos, en la que el acceso al conocimiento filosófico se encuentra mediado por la estructura misma del universo. 

Y para rendir justo homenaje al insigne filósofo, y al mismo tiempo facilitar la comprensión de lo que desarrollaremos a continuación, citaremos parte de los 32 versos del proemio:

Las yeguas que me llevan, tan lejos como alcance mi animo

me transportaban, una vez que en su arrastre me abocaron al camino de múltiples palabras de la deidad…

…cuando se apresuraron a escoltarme

las jóvenes, hijas del Sol -dejada antes la morada de la noche-,

hacia la luz, tras haberse destocado la cabeza con sus manos.

Allí están las puertas de las sendas de la Noche y del Dia…

Situadas en el éter, cubren el vano con grandes portones;

las correspondientes llaves las tiene Justicia pródiga en dar pago.

…Y la diosa me acogió, benévola. … y me decía:

Joven acompañante de aurigas inmortales,

llegado con las yeguas que te traen a nuestra casa,

salud, que no fue un hado malo quien te impulsó a tomar

este camino (pues es cierto que está fuera de hollado por los hombres),

sino norma y justicia. Preciso es que todo lo conozcas,

tanto el corazón imperturbable de la verdad bien redonda,

como pareceres de mortales, en que no cabe verdadera convicción…

Fragmento del poema “Sobre la naturaleza” de Parménides. Siglo VI a.C.

Cosmología y filosofía Guido Reni (1575-1642), La Aurora (1614). En esta alegoría del amanecer, el carro de Apolo avanza entre musas danzantes que celebran el orden del tiempo y la armonía celeste.
Guido Reni (1575-1642), La Aurora (1614). En esta alegoría del amanecer, el carro de Apolo avanza entre musas danzantes que celebran el orden del tiempo y la armonía celeste.

Como se aprecia, su famoso poema, no parte de una argumentación lógica de tipo filosófica, sino que nos invita a imaginar. Presenta una escena cuidadosamente construida, casi teatral: el viaje de un sabio en un carro tirado por yeguas, por un camino que lo conduce más allá del límite entre el día y la noche, atravesando unas puertas en el éter hacia un encuentro con una diosa que le mostrará la Verdad. Este relato ha sido leído como un vestigio mítico anterior a la filosofía racional propiamente dicha, o incluso como un capricho estético de un poeta frustrado. Pero puede entenderse de otra manera: como la exposición simbólica del marco cósmico y epistémico sobre el cual se desplegará toda la exposición posterior del poema. Y en ese sentido, se vuelve no solo el soporte basal del texto mismo, sino —sin exagerar— de toda la filosofía occidental, pues ese pequeño texto lírico es una de sus piedras fundantes.

Conocimiento y constelaciones

Su habitual subvaloración tal vez se deba a que el proemio no presenta el estilo argumentativo de la sección central: la vía de la verdad. Por eso muchos lo han leído como un simple preámbulo decorativo. Sin embargo, desde una mirada más sensible a su simbolismo cosmo-astronómico, el proemio no cumple una función introductoria: da estructura. Representa, en términos cósmicos y rituales, el acceso mismo a la verdad de lo real. No es una alegoría externa al contenido filosófico, sino una exposición inicial, no discursiva, del tránsito hacia lo verdadero. La propia diosa lo declara con claridad: el viajero conocerá el “corazón imperturbable de la verdad bien redonda”, y luego los pareceres de los mortales, en los que no cabe conocimiento realmente fidedigno. 

Los elementos simbólicos del proemio —el carro, las hijas del Sol, el camino, el éter, las puertas y la diosa— no son adornos ni ornamentos poéticos. Son coordenadas celestes. Cada imagen señala una estructura del universo y una vía hacia el conocimiento. Se trata de un saber antiguo que no separaba la ciencia de la mitología ni de la filosofía.

Cosmología y filosofía El Carro Solar de Trundholm,
El Carro Solar de Trundholm, hallado en 1902 en Dinamarca, representa el movimiento del Sol tirado por un caballo. C. 1400 a.C. Edad de Bronce nórdica, Museo Nacional de Dinamarca. Imagen © Museo nacional de dinamarca

Desde la barca de Ra en Egipto, pasando por Helios en Grecia y Sûrya en la India: el carro solar es símbolo del tránsito del sol por el cielo y de su orden cíclico. En Parménides, ese carro no es solo un vehículo: es la metáfora del pensamiento que busca conocer y alinearse. No con una idea, sino con la estructura profunda del universo.

El carro solar remite a una tradición indoeuropea y mediterránea  en la que el Sol recorre el cielo transportado por un carro. De hecho, muchos investigadores asocian este pasaje al mito helénico de Faetón, hijo del dios sol, que cae del cielo por no ser capaz de seguir el orden cósmico, tal y como muestra Rubens en esta obra. 

Cosmología y filosofía
La caída de Faetón, 1636 - 1638, Pedro Pablo Rubens. Óleo sobre Lienzo. Museo del Prado, Madrid.

El camino del carro —“camino de muchas palabras” o “múltiples signos”— puede leerse casi directamente como el zodíaco: la banda celeste dividida en doce signos, reguladora del tiempo. No como un horóscopo literal, sino como un arquetipo del trayecto celeste y epistémico. Un camino lleno de señales, augurios y revelaciones.

Las hijas del Sol, guías del sabio, son claramente representaciones estelares. Pudiendo ser estrellas de la constelación de Eridanus, las Híades o las Pléyades, estos dos últimos cúmulos estelares pertenecen a la constelación de Tauro y alcanzan su orto heliaco en fechas cercanas al equinoccio de primavera. Su aparición antes del amanecer marcaba el inicio de ciclos agrícolas y religiosos, evento claramente relacionado con los misterios órficos y eleusinos. En el poema, estas Helíades, son cómplices del tránsito hacia el conocimiento. Abandonan la “morada de la noche”, conducen hacia la luz, y algo esencial, persuaden a la justicia para que abra el portal que conduce al conocimiento verdadero.

Por su parte, las puertas en el éter, custodiadas por Dikē, la diosa justicia, son portales celestes. Quizás los equinoccios, puntos de equilibrio entre luz y oscuridad. En el mundo antiguo, eran umbrales sagrados. El hecho de que estén situadas en el éter —región luminosa y límite del mundo visible— refuerza su función como pasaje hacia lo verdadero. Y Dikē, la justicia cósmica, no actúa como figura moral, sino como principio de medida: ella abre o cierra el acceso. Su presencia nos recuerda que solo se puede entrar si se está en armonía con el orden del cosmos.

Cosmología y filosofía Astræa o Diké  (1886), atribuida a August St. Gaudens (1848 - 1907), representa a la diosa de la justicia sobre un evidente sol en el horizonte. Crédito: GearedBull, Wikipedia (CC BY-SA 3.0 / GFDL)
Astræa o Diké  (1886), atribuida a August St. Gaudens (1848 - 1907), representa a la diosa de la justicia sobre un evidente sol en el horizonte. Crédito: GearedBull, Wikipedia (CC BY-SA 3.0 / GFDL)

Una vez abiertos los portones, el sabio cruza el éter —límite de la ignorancia— y llega al encuentro de la Diosa. Algunos la han identificado con Nyx, Deméter o Perséfone, pero lo claro es que no se trata de un personaje decorativo. Mejor sería interpretarla no como una diosa específica sino como la sabiduría misma, el “nous”, el “logos”, la inteligencia cósmica que ordena el universo y que puede ser reconocida solo por quien ha cruzado el umbral. Su mensaje no es una doctrina: es revelación por conocimiento, una suerte de epifanía racional. El Ser, dice, es esférico, continuo e inmutable. No se trata de una teoría especulativa o una metáfora: es la forma real del universo.

La filosofía como hija del diálogo con el cosmos

Desde esta perspectiva, el célebre axioma que inaugura la filosofía occidental —‘lo que es, es; y lo que no es, no es’— no surge de una deducción abstracta, sino del cruce entre lo cosmológico, lo contemplativo y lo lógico. El pensamiento que allí se gesta no rechaza el relato simbólico del proemio: lo presupone y lo necesita. Porque, para acceder a la verdad, es preciso primero atravesar el velo del mundo aparente.

Así entendido, el proemio no es un prefacio: es una cartografía simbólica. La banda zodiacal, el éter, las constelaciones, las puertas equinocciales, las diosas: todo compone una visión del mundo como una esfera armónica, ordenada y autosuficiente. Esa misma esfera es, al mismo tiempo, la forma de la verdad: la mónada de la totalidad. La esfera cósmica que los antiguos sabios conocían desde Tales, y que solo podía pensarse geométricamente, porque es invisible a los sentidos. Por eso, en Parménides, cosmología y conocimiento son inseparables. Lo serán también en Platón, y en cierta medida, en Aristóteles.

En suma, la filosofía no nace de un ejercicio puro de razonamiento abstracto. Nace de mirar el cielo. De observar, modelar y pensar el universo. De alinear el pensamiento con el Ser. El proemio no decora: revela. No anticipa: expone. Y lo que expone es el modelo real del mundo, al que solo se accede si se sabe mirar.

Porque, en el fondo, hemos sido educados por el cielo. Él nos ha interpelado, y en respuesta hemos desarrollado la medida, el cálculo, la imaginación y la duda. Y en sus ritmos —constantes y silenciosos— fuimos aprendiendo, finalmente, a pensar como Él es.

Imagen de fondo: Alegoría del tiempo y la verdad, Atribuido a Baciccia, Siglo XVII. La Verdad y la esfera desvelada por el Tiempo, evoca el acceso a la realidad a través del orden cósmico. ©Archivo Fotográfico Museo Nacional del Prado. Catálogo: D002115

Bibliografía

  • Figura de portada: Mosaico La Academia de Platón, Pompeya. s. I d.C. Actualmente en el Museo Nazionale Archologico di Napoli.
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  • Gómez-Lobo, A. (2015). El proemio de Parménides y sus intérpretes alemanes. Tópicos, Revista de Filosofía, (49), 9–36.
  • Kočandrle, R. (2024). Parmenides and the origins of the heavenly sphere in ancient Greek cosmology. Apeiron, 57(3), 339–362. https://doi.org/10.1515/apeiron-2023-0110

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